
Un hombre cuenta
que una melancolía extraña le corroe el corazón. Todo es hastío en su vida y
sin sentido. Apenas puede dormir, las noches se las pasa en vela, duerme mal.
Mientras pasea por la calle las manos de su alma buscan, inútilmente, asideros
en la realidad. La idea del suicidio le ronda de continuo y, aunque valor no le
falta, aún no ha dado el paso porque algo oculto, que no se explica, le empuja
a la inacción. El hombre busca una medicina, una droga que lo saque del abismo.
Está completamente desesperado.
El médico le
escucha pacientemente. Por su relato, y por el hecho de haber sido admitido en
su consulta, tan cara, se da cuenta de que su paciente es un hombre rico.
Arriesga:
-Tal vez le
convenga hacer un crucero por las Islas Griegas, o un viaje por Italia. Tómese
su tiempo, viva, descubra los placeres esenciales. No conozco a nadie que tras
viajar por Italia haya querido pegarse un tiro.
El paciente
suspira y contesta:
-De allí vengo,
precisamente, y mi viaje no ha sido corto. Todas las ciudades italianas he
visto, de norte a sur, y mis manos se han quedado manchadas por el oro de la
melancolía.
-¿Y el amor?
-interpuso el médico-: ya sé que es difícil tenerlo, pero son posibles los
amoríos. ¿Ha cultivado usted las citas clandestinas?
-Tengo esposa e
hijos, que me aman -dijo el paciente.
La conversación
se prolongó varias horas. La depresión del paciente era evidente, pero en 1820
todavía no se entendía aún el concepto de depresión. Las descripciones de su
estado de ánimo eran muy precisas y aterradoras:
-Todas las noches
los perros del sueño me ladran despertándome; todas las noches, cada vez que me
levanto para tranquilizarme me miro en el espejo para ver que sigo siendo yo.
Pero sólo veo sobre mi rostro una máscara imperfecta con mi rostro y tras ella
el rostro real de un enemigo que me quiere matar. Le pido que sea piadoso y que
no se demore más, que me mate extinguiendo mi dolor, pero mi enemigo se burla
de mí y me dice que si me matase se mataría a él privándose de su mayor placer:
torturarme.
El paciente era
un hombre culto, el médico un hombre que confiaba en el sentido común. Una
simpatía instantánea nació entre ellos, consolándose ambos en el confort de un
instante que tenía las esquinas muelles de la confidencia desahogada. El médico
se levantó de su silla, se sirvió un coñac y ofreció una copa a su paciente.
Dijo:
-Hay algo que sin
duda le puede ayudar. Esta tarde actúa en Nueva York David Garrick, un actor
inglés de fama mundial, un clown increíblemente bueno. Sus observaciones ponen
el mundo al revés y se cuenta que todo su público sale de su función con una
sonrisa en la boca y con la convicción de que el mundo está bien hecho. Yo
mismo me he comprado una entrada y allí estaré. Anímese, vaya y cambie de
aires. Garrick, sin duda, le sentará bien.
Una sombra de
inquietud y agobio brilló en los ojos del paciente.
-Doctor, yo soy
Garrick, dijo tartamudeando, y se echó a llorar.
Ahora les
presento el poema original de esta interesante historia, disfrútenla y mediten.
REÍR LLORANDO
Viendo a Garrick
-actor de la Inglaterra-
el pueblo al
aplaudirlo le decía:
“Eres el más
gracioso de la tierra,
y más feliz…” y
el cómico reía.
Víctimas del
spleen, los altos lores
en sus noches más
negras y pesadas,
iban a ver al rey
de los actores,
y cambiaban su
spleen en carcajadas.
Una vez, ante un
médico famoso,
llegóse un hombre
de mirar sombrío:
sufro -le dijo-,
un mal tan espantoso
como esta palidez
del rostro mío.
Nada me causa
encanto ni atractivo;
no me importan mi
nombre ni mi suerte;
en un eterno
spleen muriendo vivo,
y es mi única
pasión la de la muerte.
-Viajad y os
distraeréis. -¡Tanto he viajado!
-Las lecturas
buscad. -¡Tanto he leído!
-Que os ame una
mujer. -¡Si soy amado!
-Un título
adquirid. -¡Noble he nacido!
-¿Pobre seréis quizá?
-Tengo riquezas.
-¿De lisonjas
gustáis? -¡Tantas escucho!
-¿Qué tenéis de
familia? -Mis tristezas.
-¿Vais a los
cementerios? -Mucho… mucho.
-De vuestra vida
actual ¿tenéis testigos?
-Sí, mas no dejo
que me impongan yugos:
yo les llamo a
los muertos mis amigos;
y les llamo a los
vivos, mis verdugos.
Me deja -agrega
el médico- perplejo
vuestro mal, y no
debe acobardaros;
tomad hoy por
receta este consejo
“Sólo viendo a
Garrick podréis curaros”.
-¿A Garrik? -Sí,
a Garrick… La más remisa
y austera sociedad
le busca ansiosa;
todo aquel que lo
ve muere de risa;
¡Tiene una gracia
artística asombrosa!
-¿Y a mí me hará
reír? -¡Ah! sí, os lo juro;
Él sí; nada más
él; más… ¿qué os inquieta?
-Así -dijo el
enfermo-, no me curo:
¡Yo soy Garrick!…
Cambiadme la receta.
¡Cuántos hay que,
cansados de la vida,
enfermos de
pesar, muertos de tedio,
hacen reír como
el actor suicida,
sin encontrar
para su mal remedio!
¡Ay! ¡Cuántas
veces al reír se llora!
¡Nadie en lo
alegre de la risa fíe,
porque en los
seres que el dolor devora
el alma llora
cuando el rostro ríe!
Si se muere la
fe, si huye la calma,
si sólo abrojos
nuestra planta pisa,
lanza a la faz la
tempestad del alma
un relámpago
triste: la sonrisa.
El carnaval del
mundo engaña tanto,
que las vidas son
breves mascaradas;
aquí aprendemos a
reír con llanto,
y también a
llorar con carcajadas.
Juan de Dios Peza
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