
Había una vez, un vallecito lleno de flores, de pájaros y de
mariposas de los siete colores del arco iris. En aquel campo se elevaba un
cerro distinto de los demás; se llamaba Tampu Toco y en él se veían tres
grandes agujeros.
Una hermosa mañana penetró un rayo de sol por uno de
aquellos huecos, en el cerro que a lo lejos parecía una gran casa desierta, con
las ventanas siempre abiertas y oscuras. Al instante el interior de la enorme
cueva se iluminó como si hubiera brillado un relámpago, luego comenzaron a
oírse voces dentro y en seguida fueron saliendo misteriosamente por una de las
ventanas, sin que nadie haya logrado saber jamás cómo pudieron brotar vivos de
la tierra, cuatro hombres y cuatro mujeres. Los hombres se llamaban Ayar Manco,
Ayar Cachi, Ayar Uchu y Ayar Auca; y las mujeres, Mama Ocllo, Mama Guaco, Mama
Cora y Mama Raua. Los jóvenes eran fuertes y hermosos y las doncellas, lindas
como flores.
Su padre era el Sol y su madre era la Tierra de donde habían
brotado.
Los ocho hermanos iban vestidos con túnicas de oro tan finas
que parecía la tela más delicada. Quien hubiera contemplado a aquellos seres
con ropaje brillante, habría creído que sus cuerpos lanzaban rayos de luz, como
el Sol.
Manco tocó el suelo con una vara de oro y en el acto
salieron de ella relámpagos. El Sol habíale entregado ese objeto encantado,
diciéndole:
—Hijo mío, prueba la tierra por donde pases, con esta vara y
en el sitio en que se clave con firmeza, funda un gran imperio.
Después de tocar el terreno, el joven exclamó:
—No se ha hundido en este lugar; continuemos nuestra marcha.
En ese mismo instante se escuchó una voz misteriosa que decía:
Shui shui. Al escucharla, Manco acercóse al oído una jaula en la que llevaba un
pájaro de preciosos plumas, suaves cual la seda. El ave miró al príncipe con
sus ojos que alumbraban como chispas y cantó:
— Shui, shui.
Por esta senda de tunas
seguid y no os
detengáis
hasta que brille la luna.
Todos obedecieron y comenzaron a andar por el tunal.
La Luna asomó bellísima, por entre las nubes cuando llegaban
a un valle. Manco vio que las plumas del halcón refulgían corno si fueran de
plato y los ocho oyeron que el ave cantaba:
—Shui, shui.
La quinua mágica sembrad aquí;
si la coméis, fuerza os dará
y jamás nadie os vencerá.
Al momento depositaron en la tierra esas semillas maravillosas
y en seguida, todas las demás. Después echáronse a dormir porque estaban muy
cansados.
Entonces Auca soñó que el Sol bajaba del cielo, en forma de
un rey hermosísimo y que de los lugares por donde pasaba, brotaban plantas que
se llenaban de frutos. El príncipe despertó al amanecer y al ver que su sueño
era realidad, llamó:
¡Hermanos, hermanos!
Los otros miraron estupefactos, el campo cubierto de plantas
mágicas y Auca les contó lo ocurrido. Dieron gracias al Sol, cosecharon los
frutos y Mama OcIlo preparó en un santiamén cien manjares exquisitos, iguales a
los que comían únicamente el Sol y la Luna en su palacio del cielo.
—ja ja, rió con voz de trueno Ayar Cachi, al ver
las viandas.
Este príncipe era muy grande y fuerte y muy alegre; comía tanto,
que era capaz de devorar un venado entero. En seguida se frotó las ásperas
manos, haciendo tal ruido como si restregara dos piedras y exclamó: ¡Esto
merece que yo lo sazone con mi sal más fina! Sacó de sus alforjas sal tan
blanca como la nieve y la regó sobre los cien platos.
Almorzaron de modo espléndido y no bien habían acabado,
Manco dijo:
—Sigamos; tengo que continuar probando la tierra con mi vara.
Ayar Cachi, que era del tamaño de un gigante, poseía tal poder
que de una sola pedrada desmenuzaba una roca y derribaba el árbol más frondoso.
Caminaban una tarde cuando, de pronto, dijo:
—Miren aquel monte. ¿Quieren convencerse de que tengo más
fuerza que todos ustedes?
Los demás dirigieron la vista hacia donde él señalaba y contemplaron
muy lejos, una cordillera inmensa.
El gigante puso un trozo de roca en su honda y disparó en
aquella dirección. Al instante, la altísima, montaña que llegaba hasta el
cielo, se rajó de arriba a abajo, abriéndose en ella una ancha quebrada. Luego
se levantó tanta tierra que todo quedó oscuro durante largo rato.
Cuando desapareció el polvo, Cachi gritó:
—¿Se asustaron? ¡ja ja ja!
Los otros, horrorizados, fuéronse a un lado y el mayor habló así:
—Cachi posee tal fortaleza, que puede darnos muerte en
cualquier momento. Llevémoslo a Tampu Toco, hagámoslo entrar ahí y
encerrémoslo.
Aquella misma tarde Ayar-Manco dijo a Cachi:
—Al salir de la cueva dejamos olvidados unos vasos de oro y
algunas semillas. Regresa allá y tráelos.
— ¿Y por qué he de ser yo quien vaya?, respondió Ayar Cachi.
Anda tú.
Entonces Mama Guaco, que era muy alta y robusta, se encaró
con el gigante y mirándolo con sus ojos que brillaban corno carbones
encendidos, exclamó con voz gruesa cual la de un hombre:
Ayar Cachi bajó el cabeza, avergonzado y replicó:
—Está bien. Iré.
—Aguarda, dijo Manco. Al regreso has de venir cargado con
cuanto saques de la cueva; mejor no lleves la sal porque te va a estorbar.
—Bueno, la dejaré aquí, contestó el gigante.
Y depositando en el suelo la enorme piedra de sal, grande
como una colina, que llevaba siempre sobre sus hombros, sin cansarse, emprendió
el camino hada Tampu Toco, acompañado por Uchu y Auca.
Tan luego desaparecieron detrás del cerro, dijo el pájaro:
—Shui, shui.
Recoged esa sal.
Manco y las mujeres partieron varios pedazos y los guardaron
en sus bolsas.
Entre tanto, llegaron al monte los tres mozos. El gigante ingresó
por la famosa ventana y no bien lo había hecho, sus hermanos taparon la
abertura con una gran roca, de modo que Cachi no pudo retirar aquel obstáculo,
por más esfuerzos que hizo.
Desde fuera oyeron los otros que les decía:
—iQuitad la piedra; de lo contrario, la sacaré yo y al
salir, os mataré!
Los gritos de Cachi eran terribles. Ayar Uchu y Ayar Auca
sintieron que la tierra comenzaba a temblar, por los remezones que el enorme
mozo daba al pedrón Entonces huyeron espantados y pronto llegaron donde habían
dejado a Manco y a sus hermanas.
El gigante estaba preso y los siete siguieron tranquilamente
su camino.
Pero al caer la tarde, empezó a correr mucho aire. Acababan
de librarse de Cachi, y he aquí que ahora se hollaban frente a un ene-migo más
terrible aún, el Viento. Echaba sobre ellos nubes de nieve que los cegaba, y
revolvía sus preciosos vestidos, con el fin de destrozarlos. Ya iba a arrojar
por tierra a los príncipes y éstos pensaban que estaban a punto de morir. Por
suerte pasaron ante una gruta y al momento, el pájaro cantó:
—Shui, shui.
En esta gran cueva hallaréis abrigo
y podréis libreros de vuestro enemigo.
Ingresaron todos y taparon la abertura con una pesada roca. Más,
en el acto, escucharon que el viento movía aquella enorme piedra y que rugía:
— ¡Sí pretendéis seguir adelante, de un solo soplo os mato
al instante!
Pero el valiente Manco gritó con fuerza, para que su enemigo
oyera:
—¡Por más que brames, Viento traidor, no has de vencer a
los hijos del Sol!
Durante aquella noche sintieron truenos espantosos, como si
todas las montañas del mundo rodaran sobre sus cabezas; pero por fin amaneció y
los príncipes salieron de la gruta.
Una tarde se hallaban bebiendo chicha en vasos de oro,
cuando sintieron un ruido terrible, alzaron la cabeza y vieron que se acercaba
volando, Ayar Cachi, a quien le habían nacido unas enormes alas. Parecía más
grande aún que antes, sus plumas brillaban con los siete colores del arco iris
y sus ojos refulgían como dos hermosas estrellas.
Todos temblaron de miedo, más el gigante descendió y les
habló así:
—Os he perdonado. El Sol me envía para que os enseñe que
debéis fundar el imperio allá, detrás de ese alto cerro hacia el cual voy a
volar.
Luego batió las alas, haciendo tal viento, que los demás
príncipes tuvieron que sujetar sus vestiduras agitadas por aquel torbellino.
Después contemplaron que el gigante se elevaba como un pájaro enorme, hasta la
cumbre del monte que había señalado y que, parándose en la cima, se convertía
en piedra.
Tras mucho andar, llegaron a un hermoso bosque de lúcumos y
Mama Ocllo dijo:
—Ayar Manco, ya estás rendido de inclinarte para probar la
tierra con tu vara. Reposa y toma un poco de fruta.
Sentáronse y saborearon aquellas deliciosas lúcumas. Luego
Raua se puso a tejer. De pronto Uchu vio brotar un maravilloso resplandor, de
la tela que hacía Raua y exclamó:
— ¡Cómo brillan esas hebras. No parece que tejieras con
hilo, sino con rayos de luz. Tu huso es mágico!
—El Sol me lo dio con sus propios manos, por eso, estos hebras
refulgen como rayos; respondió la doncella y en seguida entonó con voz
bellísima una preciosa melodía que jamás había sido escuchada en el mundo. Al
instante, los pajaritos que gorjeaban en los árboles, callaron, descendieron
del ramaje y se pararon alrededor de la joven. Cuando cesó de cantar, las aves
levantaron el vuelo, giraron en torno a ella y fuéronse por los aires,
repitiendo la melodía que acababan de oír.
Los príncipes hallábanse extasiados ante aquella maravilla.
— ¡Mirad!, dijo súbitamente Raua.
Ellos dirigieron la vista donde señalaba su hermana y vieron
una alfombra de plumas que las aves habían dejado como regalo para la princesa.
Raua recogió las plumas y empezó a entretejerlas con las hebras
de oro. Mientras tanto, el huso mágico lanzaba destellos que alumbraba el
rostro bellísimo de la doncella.
Llegaron al cerro hacia el que había volado Ayar Cachi; en
la cumbre estaba el gigante convertido en una bella figura de granito. Mas, al
subir, vieron otra estatua y Ayar Uchu que iba tocando alegremente su flauta,
dijo:
— ¡Qué hermosa es! Yo la cargaré hasta donde vayamos. Y se
puso a trepar el monte.
Los demás vieron que se derramaban de las alforjas de su
hermano, cientos de ajíes amarillos como el oro, rojos como rubíes y verdes
como esmeraldas; y le gritaron:
— ¡Uchu, se te cae el ají!
Pero él no los oía. En un segundo estuvo junto a la figura y
se sentó a descansar sobre el pedestal. Luego, como era muy conversador, le
preguntó:
— ¿Qué haces en este lugar tan solitario?
Al escuchar estas palabras, la estatua volvió lentamente la
cabeza hacia él. ¡Dios mío! ¿Qué sucedió entonces? El joven sintió que se
pegaba de tal modo a la imagen, que no podía separarse de ella, por más
esfuerzos que hacía. Sus hermanos acudieron a ayudarle pero al llegar junto a
él, quedaron paralizados por el terror. La carne del mancebo se había
transformado en roca durísima; el pobre príncipe no era ya, sino una figura de
piedra.
—.¿Uchu, qué te ha pasado?; preguntáronle llorando. Y del
interior del cuerpo de granito salió una ronca voz que dijo:
Ayar Manco, prosigue tu senda con valor;
Yo te anuncio que pronto serás emperador.
Enmudeció la estatua y el ave cantó así:
—Shui, shui.
Cultivad ese ají.
Mientras recogían los frutos de bellos colores, las
doncellas sollozaban y decían:
— ¿Quién nos alegrará; quién tocará en la flauta preciosas
melodías, ahora que hemos perdido a Ayar Uchu?
—Yo sembraré estos ajíes, exclamó Cora, secándose las lágrimas.
—Y sus plantas serán las más lindas de la chacra que formes,
dijo Manco.
—Así lo harás, añadió Mama Ocllo. Ninguna de nosotras
trabaja la tierra, como tú.
En el acto entregaron a la doncella los brillantes frutos
que refulgían como joyas de oro, de esmeraldas y rubíes y ella los guardó en
una bolsa tejida con hilos de plata. Luego los dos príncipes y las princesas
continuaron subiendo la montaña.
Ayar Auca era un príncipe que conocía todas las estrellas y
sabía decir el nombre de cada una, sin equivocarse; además, encontraba
cualquier camino en la puna desierta, consultando los astros del cielo.
Una mañana llegaron al pie de un cerro y Manco habló así a
Auca:
— ¿Ves esas piedras? Tú, que puedes descubrir las sendas más
escondidas, explora ese lugar.
Y en aquel momento naciéronle a Ayar Auca, de modo misterioso,
unas alas inmensas que, moviéndose suavemente, hicieron que se elevara por los
aires. Conforme el príncipe subía por el espacio, su rostro, sus vestiduras y
sus alas resplandecían con luz bellísima y dorada como la del sol y el joven se
tornaba más hermoso.
De pronto exclamó Cora:
—¡Mirad lo que cae de las alforjas de Auca! ¿No
es maíz?
No había terminado de hablar la princesa, cuando Auca se
posó en el montón de rocas e instantáneamente quedó petrificado, como sus
infortunados hermanos. Y en el acto cantó el pájaro:
— Shui, shui.
Sembrad ese maíz.
Cora recogió las mazorcas de maíz blanco, amarillo y morado
que acababan de caer a sus pies.
—¡Ay, dijo llorando Mama Ocllo, hemos perdido a
Cachi, a Uchu y a Auca; sólo nos quedas tú, Ayar Manco!
—Yo las protegeré. Confíen en mí, repuso él.
Manco y sus hermanas continuaron la marcha, a través de la
puna desierta en la que crecían únicamente cactus espinosos y amarilla paja. El
joven probaba sin cesar, la tierra, con su vara mágica, pera no lograba
clavarla en ningún sitio. Ya se hallaban vacías las alforjas de Manco, de Mama
Ocllo, de Guaco y de Raua, pues habíanse terminado cuanto cogieron de las
plantas maravillosas. El mancebo y las doncellas estaban cansados y
hambrientos. Entonces Manco preguntó:
— ¿Cora, tú que siempre recoges frutos en los lugares por
donde pasamos, no tienes nada que comer?
—Sólo me quedan tres mazorcas de maíz, una de cada clase;
tres ajíes, uno de cada color; un pequeño grano de sal y un puñadito de quinua,
respondió ella.
— ¿Qué será de nosotros?; exclamó el, joven. Y al instante,
oyó la voz del pájaro que cantaba:
—Shui, shui.
¡Oh príncipe Manco, pronto llegaréis
a una hermosa aldea que conquistaréis;
en ella, alimento habréis de encontrar.
Luego, vuestra marcha debéis continuar!
Al escuchar estas palabras miraron a todos lados y
distinguieron un pueblo. Mas, de pronto vieron que salían de las casas hombres
armados, los cuales se dirigían contra ellos.
Pero entonces Guaco exclamó:
— ¡Yo los venceré!
Y diciendo y haciendo. Amarró una piedra en el extremo de
una soga y corrió rápida como el viento, haciendo girar la cuerda en el aire.
Mientras avanzaba daba gritos terribles que parecían los aullidos de un puma.
Al primer guerrero que se le enfrentó, le dio muerte de una pedrada y los demás
huyeron espantados.
Tomaron en aquella aldea cuanta comida quisieron y a poco,
oyeron que el halcón cantaba así:
—Shui, shui.
Manco, ya te encuentras cerca
de la yerra venturosa
donde lograrás clavar
por fin, tu vara preciosa.
Recogieron muchas provisiones y emprendieron en el acto la
marcha.
Subieron un empinado cerro y al llegar a la cumbre contemplaron
un valle más bello que todos los que habían visto. El cielo muy azul brillaba
cual un cristal, flores de todos colores perfumaban el aire y miles de pájaros
cantaban. Entonces Manco levantó la vara y luego la lanzó a tierra donde quedó
clavada, sin moverse a un lado ni a otro.
Al punto, llegaron de los alrededores cientos de hombres, mujeres
y niños a saludar a aquel príncipe y a aquellas princesas vestidos de oro, que
resplandecían como el Sol y proclamaron rey a Ayar Manco y reina a Mama Ocllo.
Al subir al trono, Ayar Manco tomó el nombre de Manco Capac
y llamó a aquel imperio, Tahuantinsuyo y ese país llegó a ser tan grande, tan
rico y poderoso, que no ha vuelto a existir en el mundo otro reino igual.
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