
La abuela no tenía animales ni ganado de ninguna clase, por
este motivo y en compañía de sus hermanos, pastaba ganado ajeno en unas
montañas en el cerro de Huanca santos. Allá en el pueblo los pastores
acostumbran llevar alimentos para un mes. Es muy lejos de las altas montañas
a al pueblo.
Estaba pues la abuela pastoreando, y pasó un mes y una
semana sin que recibiera ningún envió del dueño del ganado. Es que a este
hombre se le había muerto un hermano. Mientras tanto a la abuela se le acabaron
los abastecimientos. Tomaba solo caldo, ya no tenía ni maíz, ni cebada ni nada.
En ese tiempo era aún muy joven, por eso cuando ella y su
familia se encontraban casi sin alimento, un día al atardecer ella arreaba las
ovejas hacia el corral. A esa hora vio que una señora bajaba hacia el fondo de
la quebrada por el gran camino, en silencio. Tenía falda azul, rebosa roja y
sombrero color vicuña.
¡Señora!, grito desde el cerro la abuela, ¡Señora! ¿A dónde vas…?
En esa dirección ya no encontraras ninguna casa. ¡Sube aquí y descansaras!
Pero la mujer no le hizo caso, siguió caminando. La abuela pensó:
¿A dónde va? No ha de encontrar sitio para alojarse. Y se veía que la mujer
llevaba una carga agobiante, caminaba dolorosamente. “Quizá lleva algo, algo”
reflexiono la abuela, ¿en qué lugar ha de descansar esta pobre entre tanta
montaña silenciosa?”
“Señoooora…! – Volvió a llamar- Ven y descansa aquí. No hay
ninguna choza en esos lugares…!”. La mujer se dio vuelta; “¡Uuh!”, dijo. “ven. Te
alojaras aquí. Ya no hay casas en ningún otro sitio!” insistió la abuela. Dando
una nueva vuelta, “Uunh!”, dijo mientras la mujer se encaminaba hacia la choza
de la abuela, directamente.
Tenía que subir una cuesta, separándose del camino. Mientras
la mujer subía la montaña, la abuela arreó las ovejas al corral. Se dirigió en
seguida, rápidamente a la choza en que vivía. Entró. Estaban allí su hermano,
su cuñada y un niño pequeño hijo de ambos. Eran así cuatro los habitantes de la
choza; dos hombres y dos mujeres. La abuela
dijo:”Hermano”. “¿Qué ocurre?”, pregunto el hermano. Entonces ella
contó; “una señora iba por el camino. Yo la he llamado para que se aloje aquí. No
tarda en llegar”. El hermano dijo: “es raro, raro. Acaso has llamado a un
condenado. ¿Quién puede caminar a estas horas, y a pie por montañas tas ásperas
y silenciosas?”. Al oír esta advertencia, la abuela se atemorizó.
Las casas de los pastores son chozas rusticas, de paredes
levantadas con piedras, sin barro. Se hace el fogón junto a la puerta en esas
casas, adentro se amontona toda la leña y las provisiones. Se cocina con taya,
el arbusto de las zonas frías. Y allí, en el fogón, ese atardecer, junto a la
puerta. Hacían hervir caldo.
Y llego la mujer cuando la luz desaparecía del mundo. “Soy
yo” dijo. Llevaba el sombrero con la falda caída sobre la frente y la reboza
levantada hacia el rostro. No se pudo apreciar su cara. Llego muy agachada,
como rendida por el peso de la carga que traía. “¡Alojadme!”, volvió a decir. “Si,
señora, descansa”, contesto la cuñada de la abuela. “¿estas cansada?”, le
preguntó. “Si estoy muy cansada.” “Alójate pues, dormirás adentro”. “Si” dijo
la mujer.
Pero vieron que le temía al fuego y no entro, el hermano de
la abuela leía un libro llamado “Huamanga”, “Dioses de Huamanga” que es en
quechua. Rezaba en el libro el “Dios eterno”. “esta no es buena gente” pensaba
el, sospechaba. Mientras tanto la cuñada de la abuela atizaba el fuego.
Le sirvieron caldo a la mujer. Ella acepto y recibió el mate
de caldo. Sus manos eran normales, y tomo el caldo utilizando la cuchara, pero examinándola
bien a la luz del fuego, en un momento que el fuego se animó, vieron que su
pecho estaba cada vez más húmedo. Se agacharon entonces para verla mejor. No tenía
rostro; en su lugar se mostraba una calavera y el caldo se escurría de la mandíbula
inferior hacia el pecho goteando todo.
“¡Es un condenado!”, dijeron en voz baja y comenzaron a
rezar. “Apagad el fuego para que pueda entrar. ¡Apagad el fuego!” dijo. “Tengo
miedo al fuego –repitió- ¡Tengo miedo de vuestro fuego!”. Y después, ya no
imploró. Empezó a amenazar a la abuela:
“¡Sal de allí!” –Le dijo- Para que me llamaste, Yo estaba
caminando tranquila; me estaba yendo. Yo no te dije que me llamaras. Yo me iba
tranquila. ¡Sal de allí! Así como me llamaste sin que te lo pidiera, tienes que
salir ahora”.
Todos rezaron más, adentro de la choza y avivaban el fuego,
soplaban la candela. Entonces, desesperado, ya junto al corral o detrás de la
choza el condenado mordía las piedras, las trituraba con los dientes.
¡Qapututút, qaututút! Sonaban las piedras mordidas por el condenado.
Volvió a la puerta de la choza y llamo nuevamente a la
abuela: “¡Sal de allí! Para que me llamaste. Yo no te dije que me llamaras. Yo
iba tranquila por el camino. ¡Iba tranquila! ¡Para que me llamaste!”
Desesperada insistía, llamaba. La cuñada de la abuela
avivaba más el fuego. Y felizmente, los que habitaban la choza formaban número
par, eran dos hombres y dos mujeres. Porque si no el condenado los habría devorado.
El fuego se mantuvo, se mantuvo todo el tiempo en la puerta
de la choza. Y como no pudo entrar el condenado, sorbió los sesos de una oveja
tierna que la familia criaba afuera. Así sorbió los sesos a las ovejitas y al
amanecer se marchó.
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del tema que estamos tratando.
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