
Un día don Esteban Herrera salió de su estancia con dirección
al rio Colca, en busca de su ganado. Llegaba el frio. De repente escucho al
chihuanko anunciando la lluvia fuerte. Don esteban sonrió. El chihuanko metido
entre las ramas de los molles paraba su potito, lleno de granos, para que el
aguacero lo curara quitándole la picazón.
Por la chacra de don Genaro Luque los chicos se habían puesto
a jugar a la ronda, “que llueva, que llueva, la vieja está en la cueva”
cantaban. En ese momento pensó que a lo mejor los chihuankos le habían querido
dar un mensaje. Pero se distrajo diciéndose que antes debía entrar a saludar a
don Genaro Luque. Y no se acordó de aquella pareja de tankas que lo despertaron
anunciándole que podía sembrar junto al rio, sin temerle al febrero loco. Y
cuando vinieron los ingenieros del Ministerio de Agricultura gritando, “¡oye, Herrera,
como se te ocurre! ¿no sabes que las torrenteras vendrán a llevarse tus sembríos?”,
el, confiado, respondió:
- Los pajaritos han venido a decirme que este año
no habrá torrenteras. Sembrare nomas.
Para más prueba llevo a los ingenieros al sitio
en donde los tankas habían hecho su nido.
- ¿No les dije? Si fueran a venir las torrenteras
los pajaritos no se quedarían en las riveras.
Se miraron serios, molestos por sus horas
perdidas, respondiendo:
- El río se lo cargara todo.
- Ya te veremos cuando eso suceda, Bah.
¿Sucedió? El maíz de don Esteban
creció lo más bien cerca a la orilla, regado con la misma agua del río Colca.
Los tankas tuvieron hartos pichoncitos. Como se reiría de las caras de los
ingenieros del ministerio de Agricultura. Pero ellos no volvieron.
Y mientras los chicos seguían con
la ronda “que llueva, que llueva, la vieja está en la cueva”, don Esteban
Herrera entraba a saludar a don Genaro Luque. En la huerta, sentado en un
pedazo de tronco, don Genaro escuchaba la musiquita de los cuyes.
-
Voy a recoger mi ganado que está pasando en la
loma de Oroyopata – le dijo.
-
Corra usted, antes de que la lluvia lo agarre,
don Esteban, y si por ahí me lo ve al Erasmo dígale que venga que lo estoy
necesitando.
Don Esteban acabó su vaso de
chicha, siguió apurado.
-
Hasta luego, don Genaro.
En la pampa de Maripampa el viento
morado y los nubarrones iguales que algodones sucios lo inquietaron. ¿Sería algún
presagio? Otra vez lo embistió el recuerdo de los chihuankos llamando a la
lluvia. Pero como iba apurado lo dejo para después, mejor dicho lo olvido. Como
cualquiera lo hubiera hecho se echó saliva al índice, alzo la mano para saber
por dónde empezaría el aguacero loco… en eso se le heló el dedo hasta ponerse
color alfalfa, provocándole un dolor más del tiempo que de su carne.
¿Tampoco se dio cuenta de que era
otro mensaje? ¿Era tan distraído? De repente los truenos se amontonaron detrás de
las montañas que no veía. Don Esteban contó entre trueno y truenos, hasta
cuarentaidos, llegando a la conclusión de que faltaban cuarentaitres kilómetros
para que hicieran reventar el aguacero.
-
Fuerte. ¡bien fuerte será!
Escarbando en la espesura de la
niebla desconocida siguió más apurado y nervioso de lo que siempre había sido. Y
oyó un tremendo ruido. La piedra que todos conocemos con el nombre de Corokanca
¡empezó a moverse! “Es mentira”, pensó,
tratando de no escuchar tantos rumores gigantes.
La Corokanca caminaba
oscureciendo la pampa. Tan inmensos sonidos, más resonantes que los truenos que
ya debían estar a quince kilómetros, lo estaban dejando sordo.
¿Qué le iría a pasar allí donde
nadie podría verlo, ni siquiera imaginarlo? “Al fin y al cabo, así es la madre
naturaleza” razonó haciendo un esfuerzo para no atolondrarse y recordó que la
Gran Piedra media setenta metros de largo. “Si fuera animal sería un gusano
gordo como un cerro”, murmuro alerta, ansiando que no fuera otra cosa que la
misma Corokanca. Y la poderosa Piedra, de lomo blanco igual que el sillar, le
cerraba el paso.
-
¡Corokanca, voy a recoger mi ganado, está en
Oroyapata! ¡Déjame pasar, Corokanca!
Solo el movimiento de La Madre de
las Piedras le contesto sin decirle nada. Entonces temblando, se puso a pensar
que iba a pasar si es que ya no estaba pasando lo último que verían sus ojos. “¿mi
mujer, mis hijitos, mi chacra?” Se vio muerto, de la manera más terrible,
abandonado a su suerte, lejos, muy lejos de las cosas que le dieron vida. ¿Y la
pampa Maripampa, larga, ancha, llena de sueños indecibles, sería su tumba
escondida? Justo cuando la Corokanca estaba por llegar al río Colca, don
Esteban ya no pudo aguantarse más, chilló, aterrado, a todo pulmón:
-
¡El diablo mueve la piedra, el diablo!
Sucedió que cerquita al rio,
acariciada por las ultimas gotas gruesas de aquel aguacero del febrero loco, la
piedra Andarina se paró de golpe. ¿Por qué se detuvo? ¿No estaba yendo bien?
Fue el mucho susto que le metió
con sus gritos el pobre don Esteban Herrera. No solo eso. Estando a punto de
saltar, de tenderse como un puente de pura piedra sobre el Colca, casi se parte
en dos, quedando cuarteadas, como repisa, sobre los bordes. Gran amargura, en
ese instante, sintieron los pueblos de Tisco y de Cota Cota, ¡eran los que más
necesitaban un puente para transportar sus frutas, sus keñuas, sus cargas,
cuando el caudal del rio desbordaba las orillas!
Qué pena que la Corokanca se
plantara, resquebrajada, en un costado del Colca. Para remate el sonso de don Esteban
no cesó de seguir lanzando alaridos, mencionando al diablo. Todos sabemos que
ni las torrenteras juntas del febrero loco habrían podido contra el vigor, la
hermosura de la madre de las piedras ¡convertida en puente!
Esa tarde de granizo azul, se
entristecieron las tierras de Caylloma.
-
Por mi culpa – se lamenta el gritón – Ay, si yo
hubiera sabido conocer los mensajes que cantaban los chihuankos, o como el dedo
se me puso color alfalfa. Ay, ay, ahora no queda remedio.
A diario seguimos de una orilla a
la otra, colgados de la oroya, de sus cabuyas deshilachadas, mirando el valle
del Colca, su río, sus quebradas, ¡tanta keñua para techar nuestra casa! ¡Tanta
trola para nuestros fogones! Y siempre, por ultimo miramos que ya sin nuestra
vecindad, sin nuestros trabajos, nuestras fiestas, nuestros yaravíes, desde el
rio hasta el distrito de Tapay y más lejos, más allá de Conocota y todavía más allá,
los bosques y hartos pueblos permanecen sin nuestras manos que tanto necesitan
la fuerza y la alegría de sus manos. Aislados seguimos.
Cuentan que don Esteban murió de
congoja, pensando que por miedoso, por gritón nos dejó sin puente. ¿Acaso no
era menos difícil callar la boca contemplando con respeto el trabajo de La
madre de las piedras?
Unos dicen que su familia lo
dejó. Otros que él dejó a su familia.
La verdad es que los chihuankos,
los tankas, se llevaron a don Esteban a un lugar lejano donde, por las noches,
nos hace escuchar su penar cuando el viento abrillanta los alfalfares.
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han colocado como información y guía del tema que estamos tratando.
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